El programa SNAP lleva años ayudando a millones de personas en Estados Unidos a acceder a alimentos básicos. Es un apoyo clave para muchas familias con bajos ingresos. Pero hay un problema que cada vez genera más debate: una parte importante del dinero que se destina a este programa acaba usándose en productos poco saludables. Refrescos, golosinas, snacks ultraprocesados. Alimentos que, en lugar de mejorar la calidad de vida de los beneficiarios, los acercan a problemas de salud como la obesidad o la diabetes.
No es solo un tema de alimentación individual. La cantidad de dinero público que se gasta después en tratar enfermedades relacionadas con el consumo de estos productos es enorme. Y, ante este escenario, algunos estados están empezando a plantear cambios en el programa para restringir la compra de ciertos alimentos con estos vales de comida.
El problema de los alimentos poco saludables en SNAP
Las cifras son claras. Se estima que un 23 % del dinero que se mueve en SNAP se usa en la compra de refrescos, dulces y aperitivos salados. Traducido a cifras concretas, eso supone unos 25.000 millones de dólares al año. Y la tendencia no parece estar frenándose. Solo en la próxima década, el gasto público en salud derivado del consumo de refrescos por parte de los beneficiarios de SNAP podría superar los 60.000 millones.
Pero el dato más preocupante no es solo cuánto dinero se destina a estos productos, sino su impacto en la salud de quienes más dependen de SNAP. Se sabe que los beneficiarios del programa consumen más bebidas azucaradas que otras personas con ingresos similares que no reciben esta ayuda. Como resultado, la tasa de obesidad entre quienes reciben SNAP es notablemente más alta que la del resto de la población en situaciones económicas parecidas.
Varios estados empiezan a moverse para cambiar las reglas de SNAP
Al ver estos datos, algunos estados han decidido actuar. Al menos diez han pedido formalmente al Departamento de Agricultura que se les permita prohibir la compra de refrescos y otros productos no saludables con los vales de comida. Es una medida polémica, pero que responde a un problema de salud pública y de gasto público que sigue creciendo.
Arkansas ha sido uno de los primeros en dar el paso. Su gobernadora, Sarah Huckabee Sanders, anunció en diciembre que su estado sería el primero en solicitar una exención para limitar el uso de SNAP en productos ultraprocesados. Y tiene razones de peso: un tercio de los habitantes del estado sufre diabetes o prediabetes, y un 40 % padece obesidad. Dos problemas de salud graves que afectan, sobre todo, a las familias con menos recursos.
¿Qué impacto tendría limitar la compra de ciertos productos para el programa SNAP?
Los expertos llevan años advirtiendo sobre las consecuencias del consumo excesivo de bebidas azucaradas y ultraprocesados. Pero ahora, con el debate sobre SNAP en marcha, han empezado a calcular cuál podría ser el impacto real de cambiar las reglas del programa.
El Dr. Jay Bhattacharya, de la Universidad de Stanford, ha realizado estudios sobre este tema. Y sus conclusiones son contundentes. Solo con eliminar los refrescos de las compras con SNAP, se podría evitar que 140.000 niños desarrollen obesidad y reducir el riesgo de diabetes tipo 2 en 240.000 adultos. Si se restringieran más productos poco saludables, los beneficios para la salud serían aún mayores.
Más allá del impacto en la calidad de vida de los beneficiarios, la cuestión económica también es clave. Solo en 2015 y 2016, el coste del tratamiento de enfermedades relacionadas con la obesidad ascendió a 60.000 millones de dólares anuales en programas públicos de salud. Desde entonces, los costes han seguido subiendo. Medicaid ha crecido, la obesidad ha aumentado y el sistema de salud sigue soportando el peso de tratar enfermedades que, en muchos casos, podrían prevenirse con una mejor alimentación.
Un debate que no ha hecho más que empezar sobre el programa de alimientos
El cambio en SNAP es una cuestión delicada. Por un lado, está el argumento de que quienes reciben esta ayuda deberían tener libertad para elegir lo que compran. Por otro, la realidad de que el dinero público se está usando para financiar un consumo de alimentos que agrava problemas de salud y acaba generando más gastos en el sistema sanitario.
Los estados que han decidido tomar medidas ya han abierto el debate. Falta ver si el gobierno federal está dispuesto a respaldar estos cambios o si la presión de la industria alimentaria frenará cualquier intento de reforma. Lo que está claro es que el modelo actual tiene fallos evidentes. Y si no se ajusta pronto, las consecuencias seguirán acumulándose.